IV. LAS VACACIONES: REENCUENTRO CON LA FAMILIA
Después de nueve meses de estudios, llegó el mes de julio y con él, las vacaciones de verano. Era el momento de volver al pueblo para ver a la familia y soñábamos con nuestra casa como la golondrina vuelve al nido que dejó, en época de migración. Hacíamos planes y más planes para los dos meses de vacaciones, contando a los amigos ventajas que no existían. Todos estábamos nerviosos de volver al encuentro con la famlia.
Vale recordar un gesto pintoresco. Uno de los seminaristas exageró la cantidad de dinero que pediría a sus padres para el viaje de 180 kilómetros y el Padre Miguel Suazo nos convocó en la sala de estudios. En el más profundo silencio preguntó con ironía:
- Cursino, ¿va a viajar en avión o en barco? ¡Por que con la cantidad que usted pide para las vacaciones, da para llegar hasta América!
Tan exagerada era la “cantidad solicitada”... El niño, avergonzado como un pimiento, no volvió a abrir la boca mientras los demás reíamos a carcajadas.
Como en aquella época los viajes en tren absorvían más del 90% del transporte de pasajeros, los vagones iban repletos. Algunos viajábamos de forma clandestina, porque no conseguíamos billete. Cuando el inspector nos cogía, contábamos que habíamos subido en la estación anterior para descender en la proxima. ¡Y a pesar el engaño, el inspector nos vendía el billete!
Mi llegada al pueblo para disfrutar de las vacaciones fue una algarabía de abrazos y besos. No es preciso destacar las novedades que tenía para contar, sobretodo lo que había aprendido. Todos me oían sin pestañear y me sentía cada vez más entusiasmado.
Acostumbrado a la largura y la altura de las salas y pasillos del Seminario, la casa de mis padres me parecía diminuta de tamaño. Todo era pequeño y bajo. Poco a poco, todos comenzaban a percibir el cambio de mi postura y comportamiento. Era un seminarista y tenía conciencia de eso. Diariamente ayudábamos al Cura Párroco en la misa y en los quehaceres de la Iglesia y evitábamos los galanteos con las niñas y con las pastoras.
Durante las fiestas, gozaba de algunos privilegios y, aunque ahora ayudase en las tareas de las cosechas o del pastoreo, todo era diferente y me trataban con más consideración y más respeto: ¡era un seminarista!
El punto álgido de las vacaciones eran las fiestas del pueblo: 6 de agosto, día de San Mamés, y el 24 de agosto, día de San Bartolomé.
Todos nos preparábamos para ir en procesión hasta la Ermita de San Mamés, a una distancia de dos kilómetros, acompañados de la banda de música. La vuelta se hacía por los campos o rezando hasta la Iglesia.
En la fiesta de San Bartolomé, todo el pueblo se engalanaba, adornando las casas con ramas de árboles y colchas vistosas, o sembrando las calles con juncos. Los rebaños eran recogidos antes de la Misa para que los pastores participasen en la fiesta.
Luego, temprano, en cuanto se tiraban los cohetes, un conjunto de músicos recorría las calles del pueblo tocando la alborada para levantar a los habitantes. Tras la vuelta de las once, se iniciaba la Misa cantada, y después, se formaba una solemne procesión presidida por la Cruz Parroquial.
Un grupo de sacerdotes, bajo un palio, llevaban un ostensorio* dorado, donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento.
Recorríamos las principales calles del pueblo acompañando con oraciones y cánticos religiosos y en honor a Nuestra Señora, cuya imagen era llevada en hombros por las jóvenes devotas de la parroquia. Durante la procesión, los músicos interpretan lindas marchas, cuyos acordes eran ahogados por el estruendo de los cohetes.
Al llegar a casa del Fiestero Mayor (el que pagaba la función), se hacía una pausa delante de un altar fervorosamente preparado y vistosamente adornado, donde los Sacerdotes daban la bendición solemne como el Santísimo Sacramento. Después, volvíamos a la Iglesia terminar la ceremonia.
Toda la comunidad vibraba con los festejos ya que eran los únicos días en los que se paraba en las tareas de la cosecha de cereales. Se esperaba como agua de septiembre para disfrutar de un poco de diversión.
En los días de fiesta, se rezaba, se cantaba y se comía de forma especial. La hora de la comida era muy especial, sirviéndose los más variados platos y postres. Duraba más de tres horas, acabando con un “café, copa y puro”.
Todos los vecinos recibían a invitados de otras localidades y mis padres hacían lo mismo con los familiares de Congosta, incluida la prima Carmen, que se desplazaba desde Zaragoza.
Tras la procesión, era costumbre realizar un baile de jotas aragonesas en la plaza, donde estaban montadas las tómbolas y todo el mundo participaba. Por la noche, íbamos al baile que se realizaba en una pradera fuera del pueblo y que se prolongaba hasta altas horas de la madrugada.
También era habitual participar en las fiestas de otros pueblos, especialmente la del día 8 de Septiembre, cuando se celebraba Nuestra Señora del Campo, en Rosinos, donde estudié el preparatorio. Así, las fiestas pasaban rápidas.
La hora de regresar al Seminario era menos dolorosa porque se tornaba familiar. A pesar de todo, había lágrimas en todas las despedidas.
*Ostensorio = Custodia que se emplea para exponer la hostia sagrada en las Iglesias Católicas o para ser llevada en procesión
(Extracto de "A saga de un sentimento", de Joaquín Casado Castaño. Primera parte, capítulo IV)
No hay comentarios:
Publicar un comentario