EL PRIMER PASO, RUMBO A LA META
1.- La preparación
Después de que mis padres certificaran mi firme propósito de ser sacerdote, creyeron en mi con satisfacción e iniciaron los preparativos para realizar mi deseo.
Funcionaba un pre-seminario en el pueblo de Rosinos de Vidriales, a diez kilómetros y que se encontraba junto a la Ermita de Nuestra Señora de Campo, Patrona del Valle de Vidriales.
El Padre Angel Miñambres, severo, virtuoso y de cabellos blancos, preparaba niños para el Seminario. Orientaba su formación intelectual, cívica, espiritual y moral, ayudado por una criada y algunos sobrinos.
Allí ingresé en 1946, en régimen de internado, para convivir con veinte adolescentes, llegados de otros pueblos como Nogarejas, Donado, Pobladura, Junquera, San Pedro de Ceque, Ayoó...
Estando allí vi, por vez primera, una “jardinera” que recorría diariamente la línea Camarzana-La Bañeza. Nuestro horario era riguroso y sacrificado. Nos levantábamos a las seis de la mañana para asistir diariamente a la Misa y comulgar. Seguía el café de la mañana que no era leche sino una suculenta sopa de ajos, rellena de rebanadas de pan. ¡Una delicia! Luego íbamos para la sala de estudios y más tarde, el almuerzo, con un intervalo de media hora de recreo.
El almuerzo era frugal y consistia, invariablemente de un cocido de garbanzos con patatas y carne, precedido de una sopa de macarrones y completado con una sabrosa fruta de la región. Después, dábamos un paseo o jugábamos unos con otros, para volver nuevamente al estudio hasta las seis de la tarde, la hora de la merienda, que consistía invariablemente,en un pedazo de pan con lengua o bacón. Nuevo descanso y nuevo tiempo de estudio, para cerrar a las diez, con una sopa de lentejas, de judías o algo semejante.
En las tardes de fiesta, subíamos al Castro de San Pedro de la Viña, un montículo donde había muchos vestigios de la ocupación romana: vasos de arcilla, piedras labradas y resto de paredes que, posteriormente, fueron identificados como resetos de una ciudad de los romanos. Hoy, esos lugares están abiertos a las visitas públicas y forman parte del Patrimonio Histórico Nacional.
Allí celebrábamos nuestros picnics, preparando sabrosas empanadas y tortillas. Casi siempre paseábamos por la calle de tierra y no era raro que corríeramos por los campos, metiéndonos en los trigales a buscar hierba dulce para vender y ganar unas monedas.
Oportunamente, nos turnábamos para buscar agua en la fuente, o para ejecutar los servicios principales de la Casa-Escuela: barrer, servir la mesa, cuidar la higiene, dirigir el Tercio y los demás rezos. Mi sentimiento de solidaridad se hacía presente, para llevar esa vida con alegría. Así, gozaba de la simpatía de los funcionarios. Esa escuela preparatoria fue providencial, dándome un soporte para salir victorioso en todas las pruebas a las que me enfrenté.
Por poner un ejemplo, viajé por primera vez en tren, hasta el Seminario de la Diocesis de Astorga, a cincuenta kilómetros de distancia. Aquí me pasó algo curioso: al pasar por el pasillo del Seminario, tropecé con un piano y, por curiosidad, levanté la tapa. Yo no sabía para qué servía aquella hilera de dientes blancos y apreté los dedos sobre ellos. Al sonar, me llevé un tremendo susto pensando que lo había roto o algo así. Salí tranquilamente y pasé el resto del día atemorizado, esperando ser reprendido. Al ingresar en el Seminario, dos meses más tarde, supe que mi susto fue en vano, pues apenas había tocado las teclas de un piano!!!
Otra prueba la tuvimos cuando mi padre y yo anduvimos sesenta y cinco kilómetros a caballo, durante un día entero, al encuentro del Padre Hermenegildo Galende, agustino que disfrutaba sus vacaciones en Villanueva de las Peras, humilde pueblo de la provincia de Zamora. Valió la pena el sacrificio, ya que fui elegido para ingresar en el Seminario Agustino de Palencia. Corría el año 1947.
(Extracto de "A saga de un sentimento", de Joaquín Casado Castaño. Primera parte, capítulo III, punto 1)
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