EL PRIMER PASO, RUMBO A LA META
3- La jaula de oro, abierta y disciplinada
Había una programación de cinco años para la formación, con énfasis especial para la instrucción religiosa. Los Padres eran, simultáneamente, profesores y orientadores. Siempre se alternaban dos Padres, Miguel Suárez y Angel Plaza, supervisados por el Vicedirector, Padre Abilio Rabanal, para acompañar y orientar nuestras actividades. Ellos vigilaban los dormitorios y nos avisaban, diariamente, a las seis, para la Misa y las oraciones matinales. Después subían con nosotros para hacer las camas y llevarnos al café, que consistía en una taza de leche y un panecillo francés. Después, vigilaban nuestros estudios en una amplía sala, preparándonos para las clases, distribuidas en dos de mañana y dos por la tarde.
El almuerzo se servía a mediodía y habitualmente consistía en una sopa, una concha de garbanzos acompañado de repollo, mezcla y una ensalada. Todo era servido con medida, lo que hacía que nos levantáramos de la mesa insatisfechos.
La cena era servida a las nueve y variaba entre un cocido de lentejas con arroz y patatas o un cocido de judias. Los domingos y fiestas eran servidos en platos más sofisticados. Nadie duda que la mayor prueba de nuestra vocación era seguir adelante los cuatro primeros meses, a pesar de la escasez de comida. Vivíamos en los años de la postguerra.
El curso preparatorio de Rosinos facilitaba mis estudios. Algunos profesores solicitaban mi intervención para responder a preguntas hechas en el aula, en especial en el áreta de Matemática, Gramática Española e Historia. Este hecho me granjeó un cierto prestigio, despertaba un poco de celos entre los colegas.
El año lectivo duraba nueve meses para todas las series, interrumpidos apenas por veinte días de descanso en las Fiestas de Navidad y diez días en Pascua. Solo las vacaciones de verano eran más largas y estábamos autorizados a visitar a la familia.
Normalmente practicábamos modalidades deportivas, como fútbol, pelota vasca (frontón), o realizábamos bonitos paseos por las calles de los alrededores y por la ribera del Río Carrión, afluente del Duero.
El tiempo transcurría plácido y alegre porque el Seminario ofrecía muchas distracciones, sobretodo en las Navidades, pasadas fuera de la familia. Aprovechando ese descanso navideño visitábamos cada año los lindos belenes montados por la comunidad de Iglesias de la ciudad. Había también concursos. Eran verdaderas obras de arte religioso, con estrellas brillando, cascadas murmurando y numerosas figuras moviéndose sobre la hierba fresca donde pastoreaban corderos, al lado de los lagos, donde nadaban los patitos. Canciones y villancicos a ritmo de panderetas y castañuelas, alegraban el ambiente. ¡Siempre volvíamos encantados!
Todo se unía para formar un clima alegre. Hasta el almuerzo servido en Navidad y el Año Nuevo era más sofisticado, nos ofrecían comidas más finas como turrón, almendras, polvorones y otras golosinas.
En las largas noches de Navidad improvisábamos un bingo, disputando premios modestos, o jugábamos al ajedrez, damas y otros juegos de mesa. Para cambiar, también hacíamos de artistas, representando piezas de teatro para la comunidad en días alternos. Yo también hice de actor en algunas piezas.
Un día caía un fuerte nevada. Por la tarde, salimos a pasear y los campos estaban blancos como la leche. Los árboles parecían envueltos en algodón en vez de tener hojas. Las calles presentaban una superficie uniforme y desaparecían las cunetas. En este escenario tan sugestivo, formábamos bolas de nieve y jugábamos unos con otros. De repente estaba montada una guerra entre dos bandos. Era un ejercicio excelente y a pesar del intenso frío terminábamos sudando.
(Extracto de "A saga de un sentimento", de Joaquín Casado Castaño. Primera parte, capítulo III, punto 3)
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