28 de marzo de 2009

Nacida en el año de la Guerra

“Nací en el año de la Guerra Civil, en 1936. Cuando tenía unos meses, menos de un año, se llevaron a la guerra a mi padre, junto a otros hombres de la misma quinta que él del pueblo, como Manuel Riesco o Pascual Lobato. Mi padre había hecho la mili ya, pero le volvieron a llamar. Zamora quedó en el lado nacional en el alzamiento, así que fue con el Ejército de Franco. Se lo llevaron en agosto y murió en octubre.
Murió en Córdoba, en Fuenteovejuna. El padre de Trini, Pascual Lobato, le contó a mi madre que mi padre murió en una trinchera y que le llevó a cuestas hasta el cementerio del pueblo para que le enterrasen allí y que no quedase el cuerpo de cualquier manera”.

Así, con la guerra, queda marcada para siempre la vida de mi madre, Emilia Martínez Lobato, hija de Segisfredo y de Irene. Para ella y para nosotros, mi abuelo ha vivido a partir de unos pocos recuerdos y varias fotos que han servido para que nunca le olvidemos, a pesar de su ausencia.

La vida no fue fácil para aquella niña. “Mi madre tenía una paga como viuda de guerra y yo tenía otra, de unas 300 pesetas, que me dieron hasta que me casé. También le daban una pequeña paga por la Iglesia, pero la abuela Irene siempre acababa riñendo con el cura, Don Ezequiel y se la terminó quitando. Pero no puedo ni quiero hablar mal del cura, porque durante la guerra protegió a mucha gente del pueblo, él siempre mantuvo ante los militares que en Ayoó no había ningún comunista y eso salvó muchas vidas”.

“Con once años me hicieron un Consejo de Familia. En el consejo estaban Tío Rogelio, hermano de mi padre, Tío Celedonio, padre de Benigno, Ezequiel y Arcadio, entre otros. Como huérfana que era, el estado me pagaba los estudios y ellos adelantaron el dinero que fue necesario para que pudiera estudiar”.



“Me mandaron al Colegio de Huérfanos María Auxiliadora de Sevilla. Tenía once años y no hacía más que llorar. La noche me la pasaba llorando y la monja se levantaba a ver cómo estaba. Lo pasaba tan mal que al principio ni estudiaba ni nada, aunque luego si cogí con ganas los libros y aprobé todo”.

“Había otra monja que me llevaba a hacer las compras con ella, a por carbón, todo para que estuviera más entretenida y dejase de llorar. Lo malo era que me montaba en el tranvía y me mareaba, así que a mi no me gustaban las salidas. Había un tío de Pilar la de Alberto, hermano de su madre, Antonio, que vivía allí en Sevilla e iba a verme los jueves y hasta me llevaba algún día a comer a su casa”.

“Llevábamos un uniforme que era una falda azul marino y una blusa blanca. Dormíamos en una sala grande y una monja dormía con nosotras, separada su cama de las nuestras por un biombo. Las niñas acogidas íbamos mucho de paseo por la ciudad, recuerdo las calles estrechas, con piedras, como cantos. Tambien fuimos a visitar la Torre del Oro, el Parque de María Luisa, la Giralda. Hacíamos también teatro y yo tuve un pequeño papel en una de las obras” .

“Estuve unos meses, desde el invierno hasta el verano, con las vacaciones, cuando volví al pueblo y ya no quise regresar. Cuando llegó el verano vine con otra compañera hasta Salamanca y allí me fueron a esperar. Yo dije que no quería volver al colegio y mi madre lo aceptó. Escribieron las monjas diciendo que era una lástima y que era una buena estudiante. A saber qué podía haber llegado a hacer si hubiera vuelto y hubiera estudiado...”

“Me gustaba estudiar. En la escuela del pueblo estuve cuando era más pequeña. Recuerdo como maestras a Doña Elidina, que fue al pueblo cuando la guerra. Era muy buena maestra pero pegaba demasiado. Te hacía juntar los dedos de la mano y te daba con la regla o con un palo. Mi madre le decía que cuando saliera al recreo yo fuera a echar una patata al pote, así que mientras las demás jugaban, yo iba a hacer lo de casa”.

“Doña Elidina se marchó cuando murió su madre. Vinieron otras maestras: Doña Tránsito, que se pasaba el tiempo yendo a Zamora y otra, Doña Patro. Doña Patrocinia fue la profesora que tuve tras volver al pueblo después de estar en Sevilla.. Siempre nos alababa, a Ana, que era amiga mía y a mi y les decía a todas “ay, si fuerais todas como Emilia y Ana, que estudían mucho y no dan guerra”. En el pueblo había una mujer que era muy dejada y se llamaba Patrocinio, siempre iba sucia, con harapos, hecha un desastre y nosotras, a la maestra, para fastidiarla la llamabamos así, Patrocinio, con o, y ella respondía “que no, que no, que yo me llamo Patrocinia, con a”, y se enfadaba mucho. También recuerdo que nos decía a la hora del recreo, “jugad por ahí, que voy a casa a ver si ríe el puchero. La verdad que no era fácil, estábamos unas 50 niñas, desde parvulitos hasta los 14 años”.

“Mi madre se casó poco antes que de yo fuera al colegio, cuando tenía diez años. Desde que volví al pueblo estuve trabajando. Yo no hacía más que trabajar, todo el día haciendo. La única diversión que tenía era la fiesta de San Bartolo o cuando había comedias en el pueblo. A veces, los mozos iban andando hasta otros pueblos para comer allí, a Congosta, a San Pedro, pero yo solo recuerdo haber podido ir una vez”.

“Nunca tuve una buena relación con mi padrastro, había problemas con él. Yo creo que el no quería que me fuera de casa porque había tierras que eran mías y así las perdía, donde fuera yo, iban las fincas.
Tuve dos hermanastros, Martina y Santiago que eran aún pequeños cuando me casé, con 25 años”.


“Cuando decidimos casarnos tuvimos problemas, porque al ir a hacer las proclamaciones mi madre trató de impedirlo diciendo que ella no había dado el permiso, pero el cura le dijo que yo era mayor de edad. Después hubo un problema de fechas: queríamos casarse un 6 de diciembre, pero justo era el Adviento y antes era costumbre en el pueblo no casar en ese período, así que como queríamos hacerlo, nos fuimos a Astorga. Allí me casé con un traje negro, como era habitual en la época. Del pueblo acudieron los abuelos Teófilo y Menta, mi primo Pascual, Antonio el de Sole que estaba en la ciudad, tía Paulina y su entonces marido, Marino, tío Ismael y tía Dorinda y nadie más”.

“Después nos fuimos a vivir a casa de los abuelos. Enseguida me quedé embarazada y la gente no paró de murmurar hasta que nació tu hermano, a los diez meses de la boda”.



“Estuvimos en casa de los abuelos como un año. Después, mientras papá se marchaba a trabajar a Palma de Mallorca, nosotros vivimos enfrente, en una casita pequeña y cuando vino estuvimos otra vez donde los abuelos”.

“Después pensó venir aquí, al País Vasco, porque había más gente de Ayoó... había demasiada gente en el pueblo, no había ni quiñones para todos, no daba la tierra... ”

“Primero vino papá y luego nosotros. Vinimos en un coche mixto, mitad viajeros, mitad carga, con los colchones, ropa y todo lo que pudimos. Vivimos con Angélica, prima de papá, con derecho a cocina, es decir, una habitación para cada familia y la cocina compartida. Como eran de la familia no lo pasé tan mal como otros y además, me enseñaron donde comprar y otras cosas”.

“Recuerdo que aquí (en el País Vasco) llovía mucho, siempre estaba el sirimiri y la ropa no se secaba, teníamos que ponerla dentro, en la cocina, por las habitaciones... siempre estaba todo lleno de ropa”.

“Cuando decidimos comprar el piso tuvimos que pedir un préstamo, pero no al banco para no endeudarnos, sino a uno de Congosta que nos lo dejaba al 7%. Por la noche lo pensamos y cuando hicimos algo se lo pedimos a él y se lo pagamos bien pronto. Nos privábamos de mucho”.
“Gastamos mucha suela de zapato para ver cuando terminaban el piso. Teníamos tantas ganas y tanta necesidad de ir que llegamos cuando aún no estaba puesta la luz, que cogíamos de un pabellón que había más abajo. De mesa usábamos unas cajas... Fuimos los primeros, después llegó la que fue nuestra vecina de toda la vida, Basi, antes de casarse”.

“Nos costó el piso 130.000 pesetas de la época, en 1965”.

Y después, a buscarse la vida: “Empecé a coser para Kiko, el de Congosta, haciendo delantales y batas. Iba y venía con la ropa andando, desde Santurtzi a Sestao, con los fardos de lo cosido, ya que en el bus me mareaba”.

“No aprendí a coser en ningún sitio... me hubiera gustado, pero no me mandaron, así que fui haciéndolo yo, como me salía. En el pueblo me hacía la ropa a mi forma y decía Valeriana la hermana de mi padrastro,“para no saber coser qué bien le queda”. Y cosiendo siguió toda la vida, ganando dinero “cosiendo abrigos, donde Juani (un pequeño taller artesanal de abrigos que surtía a tiendas de todo el País Vasco)”, haciéndome la ropa a mi, a mis muñecas, a mis sobrinas, a mi niño, para ella misma, tejiendo jerseys y chaquetas, tricotando tapetes, bordando manteles... algunas de estas cosas pueden verse aquí, Las labores de Emilia.


Ahora, mi madre vive a caballo entre el pueblo, donde pasa la mayor parte del tiempo y el País Vasco, donde hizo su vida y donde estamos sus hijos y sus nietos. Sigue con el gusanillo del teatro, con sus labores, su huerta, sus paseos diarios, es vicepresidenta de la Asociación de Jubilados del pueblo y se apunta a todo lo que implique pasarlo bien, ya sea una comida o una excursión o un curso de la memoria o la gimnasia. Y es que mi amatxu es luchadora e incansable, a pesar de que la vida no se lo puso fácil. Hoy es el cumpleaños de mi madre, 73 años. ¡¡Felicidades mami!!







23 de marzo de 2009

Las pinturas de Bayón




Estos son los cuadros de Luis Miguel Bayón Moyano, Bayón, como firma cuando pinta, Miguel, el marido de Mayte (mi prima Mari Tere en casa), el padre de Asier y Mikel, yerno de Angélica Y Vicente (QEPD) para que todos nos entendamos... Llegó a Ayoó gracias a su pareja y allí descubrió un estupendo material para lo que más le gusta hacer, pintar. Ve sus rincones, su luz, su cielo, sus casas, sus árboles y los vuelca en cuadros como estos que estamos poniendo aquí (y que son mucho más bonitos en la tela que a través de estas fotos, por supuesto). “Hay gente que me dice, anda, pero no había fijado en este lugar y mira qué bonito es y es que Ayoó es un pueblo muy bonito, con muchos rincones y me gustar plantarme con mis pinturas y atraparlos”.



Su estilo, como se observa, es colorido y optimista. “Me gusta el impresionismo, es el que me llega, el que más me dice... pintar como con pegotes, me parece lo más bonito, no me gusta el estilo relamido”.



Miguel pinta desde que era pequeño. “Recuerdo que iba a las tiendas estas que vendían de todo y veía las pinturas Alpino, con su cervatillo y solo pensaba en que me las comprasen... se me iban los ojos... y luego el olor a cedro de las pinturas, jo, es que no me olvido”. ¿Y tendrá continuidad en su casa la afición a la pintura? “¡Qué va, qué va, mis dos hijos son unos negados para dibujar, si no saben ni coger el lápiz, jaja!”.




“La pintura es mi vida, es lo que más me gusta hacer. Voy paseando y yo no miro cómo los demás, yo pienso lo bonito que quedaría lo que tengo delante en un cuadro”. Pero una cosa son las ganas de pintar y otra, poder dedicarse a ello de forma profesional, así que se conforma con hacer el trabajo del que vive y aprovechar el tiempo libre para los pinceles, “todos los días una hora por lo menos”.



“He expuesto, pero he dejado de hacerlo porque al final no vendes nada y te desanimas. Este es un mundo muy cerrado, difícil, se vende mal y poco y no siempre los que destacan son los mejores. Pero es lo que hay. Al final, lo que hago, es volver a pintar sobre lo que ya he hecho, porque no puedo acumular y acumular telas”. Y aunque lo ve complicado, Miguel tiene una ilusión: “me gustaría poder hacer una exposición en el pueblo, enseñar mis cuadros allí y hasta vender alguno si hay suerte. Es un poco complicado, porque hay que llevar los cuadros en el coche, organizarlo todo, pero sí que me gustaría”.

Esperemos que algún día, sin tardar mucho, este deseo se haga realidad y podamos todos ver estos cuadros y alguno más en una exposición de Bayón en el pueblo.



20 de marzo de 2009

La primavera

Ahora mismo, a las doce horas con cuarenta y cuatro minutos, llega la primavera. Después de un duro, frío, largo y oscuro invierno, llega la estación del tímido sol, el verde, las flores, los olores... ¡hummm, qué ganas! Y para darle una buena bienvenida os dejo una pintura colorista y optimista, salida de los pinceles de Luis Miguel Bayón Moyano, ayoíno adosado, al que muchos conocereis y al que pronto presentaremos con más detalle. Ahora, solo un adelanto de lo que hace:

15 de marzo de 2009

El cupo

Tras la guerra, las autoridades pedían un cupo a los pueblos (1), por el que tenían que dar 20 o 30.000 kilos de trigo. Se hacía una Junta y se repartía la petición por los habitantes de los tres pueblos del municipio, Ayoó, Congosta y Carracedo. La Junta la componían el alcalde y tres o cuatro vecinos más. Le ponían una cantidad a cada uno y le hacían llevar lo que habían pedido: si era trigo, a la fábrica de Santibáñez, si eran patatas, a un lugar de recogida en Carracedo. Cada uno tenía que dar lo que fuera, 200 o 300 kilos de patatas, por ejemplo, y lo pagaban a precio de coste, es decir, casi nada, lo mínimo. Lo mismo que te pedían las patatas, te cogían una oveja a precio de tasa y en una época, a quien tenía una novilla e iba a vender la vaca vieja, se la quitaban también.

Un año, mi abuelo Teófilo había pagado en invierno y resulta que en mayo le vino otra vez un segundo cupo, y enfadado, decidió protestar a su modo, tal y como recuerda mi padre: “Abuelo me llevó hasta la bodega, donde habíamos metido las patatas en el hueco al que va el vino y cogimos todas las patatinas más pequeñas que encontramos. Cuando las entregamos, el oficial se encaró con mi padre y le dijo que a ver qué era aquello que daba. Abuelo le dijo, patatas y además, las segundas que doy, que ya había pagado mi cupo. Tío Agustín dijo que él había tenido que comprarlas (al estraperlo) y tuvo que escuchar que si le llega a ver hacer la compra, encima le pone la multa por comercio ilegal”.

Continua contando mi padre: “Había unos a los que conocíamos como los delegados. Venían disfrazados a los pueblos para saber qué tenían unos y otros, y a nada que sabían lo que tenías en casa, te lo llevaban, te lo cogían para la intendencia. Abuelo nos tenía enseñados para decir que no sabíamos nada, que no teníamos nada en casa, ni alubias, ni garbanzos, ni patatas... Uno de estos delegados era el Ti Remigio, que vino una vez a casa preguntando pero yo, que era un crío, solo le dije que mi padre estaba en una tierra y que si quería algo, que le preguntase a él. Y hasta allí fuimos montados en una burra blanca que llevaba y en cuanto le vio, le dijo Teófilo, bien enseñados les tienes que no me dicen nada, que lo que quiera saber te lo pregunte a ti".


(1) En 1937, en plena Guerra Civil, se crea en Burgos el Servicio Nacional del Trigo, un organismo que se encargaba de controlar la producción agrícola, la producción, compra y distribución de los cereales. Obligaba a los labradores a declarar y venderle a él, a precios fijados por la Administración unos cupos fijos de la cosecha. (Llucena, una historia de L'Alcalatén.Sociedad, poblamiento y territorio, de Joaquím Escrig Fortanete, pag. 562)

11 de marzo de 2009

El estraperlo

Desde siempre, en mi casa, se habló de que mi abuelo se dedicaba al estraperlo y yo siempre lo interpreté como que fue una forma de buscarse la vida y de sacar adelante a su familia en aquellos años tan difíciles, tras la guerra.

Estraperlo es una palabra de origen curioso, un acrónimo (vocablo formado por la unión de elementos de dos o más palabras) derivado de los nombres de Strauss, Perel y Lowann, apellidos de los implicados en un escándalo en el juego de la ruleta eléctrica, durante la Segunda República. De aquél chanchullo quedó la palabra, que se ha usado como equivalente a comercio ilegal de artículos intervenidos por el Estado o sujetos a Tasa (Real Academia de la Lengua), es decir, el comercio con productos al margen de tasas, cartillas de recionamiento y cupos, de los que hablaremos próximamente.
En esta página del foro del periódico asturiano de La Nueva España he encontrado un completo y apasionante relato de aquella época de buscarse la vida con el estraperlo.

Pero en los medios de comunicación, en programas de la tele, en libros, se referían a los estraperlistas como usureros que le sacaban el último real a la gente que no tenía. Tengo claro que mi abuelo no era así, que él trabajó y muy duro, para encontrar una forma de ganar unas pesetas. A mi abuelo no le gustaba trabajar la tierra, lo hacía, pero no le gustaba. Lo suyo era ir de acá para allá, hablar con unos y con otros, negociar, buscar mercancía, comprarla, venderla... Y esto era lo que hacía, con las patatas, las alubias, la harina, el chocolate... Nunca les faltó comida y nunca falto tampoco la oportunidad de compartirla con aquellos que lo estaban pasando peor en el pueblo. En su casa siempre tenían una cazuela de leche y pan y el que lo necesitaba, entraba y comía para quitar el hambre. Y doy fe, porque me lo han dicho, que aún hoy aquella gente se acuerda del gesto y de cómo llenaron el estómago en casa de mis abuelos.

Por envidias y rencores, mi abuelo fue denunciado por dos personas del pueblo. Fueron a Nogarejas, al cuartel de la Guardia Civil y los guardias, que conocían a mi abuelo, le dijeron que no tenían más remedio que actuar, que si no se la cargaban ellos. Así fue como le interceptaron camino de Castro y le quitaron los diez sacos de harina que llevaba, por valor de unas 5.000 pesetas de las de entonces. Mi abuelo tuvo que ir hasta León para comparecer y junto a él fueron, para apoyarle, Don Emilio, capellán del Ejército y un policía de la Secreta de Jiménez. Al final le quitaron la multa y tampoco le fue confiscado el carro que llevaba, como podían haber hecho. Se quedó sin la mercancía, eso sí, y con la rabia dentro de saber que había sido denunciado por gente del pueblo, algo que nunca olvidó, en toda su vida.

8 de marzo de 2009

A Castro a por chocolate


Además de ir a
La Bañeza, mi abuelo,que era muy negociante, también iba a menudo a Castrocontrigo, en la raya entre León y Zamora. Llevaba harina de la fábrica de Santibáñez para la chocolatería Santocildes, donde trataba directamente con el fundador de la fábrica, Don David González Pombar. Mi abuelo, a cambio, se llevaba chocolate de allí y lo vendía en el pueblo. De siempre, en casa de mis abuelos, ha habido tabletas de chocolate Santocildes y recuerdo la alegría que me llevé un día que en un mercado cercano a mi casa, aquí, en Santurtzi, me encontré con productos de esta marca a la venta. Me lo compré, claro.Chocolates Santocildes fue fundada en 1916 por David González Pombar en Castrocontrigo. Allí sigue teniendo su sede esta empresa familiar, ahora llamada “Sucesores de Bernardino Fernández” , que fabrica sus productos de manera artesanal. En este trabajo de Angel Cerrato, se hace un resumen de la historia de la empresa, muy interesante, tanto en su parte más técnica como en su entorno histórico.
En el año 2007 el tostadero y almacén de cacao de la empresa sufrió un importante incendio que destruyó materia prima, varias máquinas y el propio edificio. Parece que superó el percance, y sigue sacando nuevas variedades al mercado, donde podemos encontrar desde el tradicional chocolate a la taza a otros como negro con diferentes proporciones de cacao, chocolate blanco, en polvo... ¡Buenísimos, cualquiera de ellos, doy fe!

4 de marzo de 2009

¡Si me ahogo me mata mi padre!

Esta es una anécdota que se escucha mucho en mi casa, en forma de dicho, el “si me ahogo me mata mi padre”. Así me la relató hace unos días mi padre:

Primo Nides (Leonides, padre de Jesús y Felipe, los albañiles) se metió en Requeijo y le fallaron las fuerzas. Empezó a sumergirse en el agua, dando bocanadas, medio ahogado ya. Se tiró a por él primo Nino y cuando consiguió sacarle fuera del agua, Nides solo atinaba a decir: “Ay de mi, si llega a saber mi padre que me ahogo, me mata”.

Todos se reían de la ocurrencia y desde siempre, en mi familia, se ha quedado como un chiste del absurdo el “si me ahogo me mata mi padre”.