17 de julio de 2008

LA HISTORIA DE UN SENTIMIENTO (2)

LA MARCA DE UNA ACTUACIÓN

2- El pueblo, lejos de la civilización

Empujada por este impulso de solidaridad, mi infancia transcurre libre como la de un pajarillo, en el pueblecito de Ayoó de Vidriales, al norte de la provincia de Zamora (España), donde nací en diciembre de 1934.























Mis padres eran campesinos: Andrés Casado Tostón y Ana María Castaño Cano. Fuí criado en un ambiente rural, muy lejos de todo lo que significaba progreso, con otros cuatro hermanos: Heliodora, Valentín, Genoveva y el benjamín, Ramiro. Nos vestíamos y calzábamos prendas bastante modestas: ropa de lana, zapatos de madera en invierno y alpargatas de esparto en verano. Nuestro vínculo con la civilización era un tortuoso camino de doce kilómetros que nos llevaba a la villa de Santibáñez de Vidriales, donde se realizaba semanalmente una feria. Allí funcionaba también un pequeño comercio que atendía a los pueblos de los alrededores. No había radio, cine, clubs ni salones de fiesta. Todo pasaba al aire libre.

Cierto día, al ir a la escuela, pasé frente a una ventana donde cantaba una linda voz. Miré dentro y vi un señor que vino de América y oía un gramófono antiguo. Como yo no conocía el aparato, en mi ingenuidad, imaginé que la cantante estaba viva dentro de la caja del gramófono, cosa que me parecía imposible. Por esa razón investigué:
- Señor Eleuterio, ¿Cómo es que la cantante está dentro de esta caja?
Y cuando él me enseñó el disco y la aguja del aparato, encontré la verdadera explicación. ¡Yo fantaseaba demasiado!

Varias veces acompañé a mi padre, en un carro de madera, para llevar el trigo de la cosecha al molino de Santibáñez, para transformarlo en harina. Así fue como aconteció otro hecho pintoresco. Me alertaron de que había luz eléctrica en aquella villa y yo estaba desesperado por conocerla. Al entrar en la pequeña farmacia de allí, reparé en la lámpara colgada del techo y, siendo parecido al globo del aula de geografía de la escuela donde estudiaba, pensé que se trataba de un mapa-mundi. Imaginen las vueltas que dí hasta descubrir que tal mapa estampado en el globo. Al final le pregunté a mi padre:
- ¿Dónde está el mapa en este globo?
El me lo aclaró:
- Esta lámpara no tiene mapa-mundi. ¡Solo sive para proteger la luz eléctrica!
Yo solo conseguí ver la luz eléctrica, por primera vez, cuando abandonábamos el pueblo, al anochecer, cuando comenzaron a encenderse todas las lámparas de la calle.

Corría el año 1943, en plena II Guerra Mundial. España no entró en la guerra, pero cada vez que un avión pasaba por el cielo, mirábamos con miedo, sin imaginar lo que era.
Dos años después, instalaron la energía eléctrica en el pueblo. No se puede imaginar el espanto y la algarabía de los chiquillos del pueblo en el primer día de este gran evento. Todos los niños recorrían las calles en grupo, para verificar, una a una, si las luces estaban encendidas.

En este clima humilde y rústico, fui creciendo junto a los otros niños que vivían en el pueblo. Usábamos el barro como juguete, el campo como distracción, el trabajo como ocupación, la escuela como instrucción y la iglesia como formación.

Recuerdo también haber roto varias cartillas en la escuela, hasta ser alfabetizado, y dos toscos braseros hechos de lata para afrontar el frío del invierno. Posteriormente, los estudios fueron viento en popa.

Guardo un recuerdo emocionado de Mi Primera Comunión y del traje nuevo que usé. Recuerdo de esta fecha, especialmente, porque fue cuando me hicieron mi primera fotografía que acabé comprando a cambio de huevos. Tenía ocho años y sabía de memoria el Catecismo de doctrina cristiana, condición necesaria para hacer la Primera Comunión.

Los días más felices en el pequeño pueblo eran los de invierno, con las tradicionales “matanzas”. Todos los habitantes criaban dos o más cerdos para el sustento de la familia. En los días próximos a la Navidad se invitaba a los parientes para ayudarse en el sacrificio de los mismos y era una auténtica fiesta. Además de saborear un suculento banquete, aprovechábamos el tiempo para las más variadas diversiones: juegos de cartas, sorpresas, paseos a un lugar de muchos peñascos llamado Peñacabras, para encender hogueras o practicar otras diversiones adecuadas a cada edad. Por la noche, se formaba un pequeño baile familiar como fin de las matanza.

En invierno, las noches se alargaban mucho y las mujeres se reunían en las diferentes casas para hacer punto, tejer hijos de lana o lino, coser ropa o hacer ganchillo para vestir a la familia: camisas, blusas, medias, etc. Al tiempo, los hombres se reunían en los dos bares de la localidad para jugar a las cartas, mientras los jóvenes caminaban por las calles, con linternas, para contar alguna hazaña o pensar en hacerla.

Para entrar en el grupo de los mozos o adolescentes, se pasaba por una ceremonia donde se recibía la autorización de los mozos más veteranos. Antes se sufrían algunas humillaciones, como lavar los lavaderos comunes o pagar un pequeño impuesto. ¡Era una verdadera entrada de novatos!

Es importante destacar que, a pesar de esta pobreza cultural y de la ausencia de progreso y confort, nunca pasamos hambre porque los frutos de la tierra eran variados y suficientes y todos éramos hijos de agricultores. Pero el dinero era escaso y solamente en el día de San Bartolomé, la fiesta principal del pueblo, ganábamos unas monedas para comprar golosinas.

Al pasar los años, comencé a recorrer los montes ayudando a Ismael, el cabrero, que pastoreaba las cabras del pueblo. Un joven que era, curiosamente, un excelente actor y mejor declamador. Siempre protagonizaba los mejores papeles en las obras teatrales, que los habitantes del pueblo representaban todos los años. Andando con él aprendí de memoria algunos trozos de obras teatrales y me enseñó a representar y declamar delante de público obras como, por ejemplo, Don Juan Tenorio. ¡Cuántas veces fui invitado por la vecindad para declamar esas estrofas encima de cualquier piedra que sirviese de escenario! Así me ganaba un dinerito para repetirlas en otras ocasiones.

Con diez años, yo andaba solo por los campos, pastoreando de las ovejas o en los campos de labor. En mis horas libres, acompañaba a mis padres en las labores de siembra y cosecha. En esta vida, extremadamente modesta, nuestros horizontes se limitaban a los límites de nuestra región.


(Extracto de "A saga de un sentimento", de Joaquín Casado Castaño. Primera parte, capítulo II, punto 2)

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