Cuando mis padres me hablan de sus años
de niñez siempre me hablan de tareas, de trabajo, aún siendo
pequeños, pero también de juegos compartidos y de trastadas, muchas
trastadas. Estas son algunas de las protagonizadas por mi madre y mi
padre que, al fin y al cabo, también fueron niños...
Comienzo con la Emilia niña, que aunque tuvo mucho que trabajar y poco que enredar, también hizo alguna, como estas dos que me contó:
Me mandó llevar mi madre las vacas a la Corte y al pasar vi que había unos adobes frescos, recién hechos en las eras. Estaban tan frescos que no lo pude evitar, los fui pisando uno tras otros, todos, poniéndoles el pie encima. Los adobes eran de un vecino con el que me cruce una vez terminada mi travesura, cuando ya me iba. Luego se le reveló que había sido yo y cuando me vio me soltó un “si te pillo allí te doy una ensalada de hostias” y me fui derechita a casa.
En otra ocasión me fui a la tierra que tenía otro vecino en la Rosina. Había plantadas berzas y echaban un bertón le llamábamos, un berzón, que es cuando se suben y están muy buenas. Comí una o dos y me pilló haciéndolo y me chilló. Le cogí tanto miedo que cuando le veía me escondía entre la gente. Una vez estaba corriendo donde la casa de Norberto y al verle, me metí allí porque vi que había gente y pensé que así no me diría nada.
Mi padre también hizo las suyas, como cuando por jugar al fútbol rompió los zapatos nuevos que tenía y se ganó la gran bronca de mi abuelo o aquella otra, que ya publiqué, en la que el alcalde obligó a mi abuelo a apuntarse a la Falange y este puso el nombre de mi padre. Le dieron una foto de Franco y él y su hermana mayor, mi tía Dorinda, no tuvieron otra ocurrencia, ¡en aquellos tiempos!, que ir clavándole alfileres por toda la cara a la vez que decían “mira, aquí, que le hace más daño”. Vudú ayoíno en toda regla.
También me contó mi padre otra anécdota en la que el escaldado fue él: De niños íbamos a atropar rebaños (azuzar a los corderos y ovejas jóvenes para que no se quedasen rezagados). Yo fui cuando tenía poco más o menos la edad de Oier (ocho años) y me decían los pastores, los mayores: chavalín, rapaz, si no comes la merienda no se pone el sol. Y yo le di la merienda a los perros pensando que así llegaba antes la puesta del sol y nos íbamos a casa. Los perros comieron pero no se ponía el sol. Y ya se echaron a reír y me decían “ja ja... ya cayó un quinto, ya cayó un quinto”.
Pero para travesuras, las de mis primos
Manolo y Domingo, que esos sí que eran trastes... mi hermano, el
pobre, iba detrás y alguna bronca le cayó por su culpa. En mi casa
aún se recuerda entre risas cuando ahogaron una gallina que mi
abuela les había mandado mojar porque guaraba. “Domingo tuvo la
idea de ver cuánto resistía debajo del agua... ¡hasta que dejó de
respirar!”. En otra ocasión habían liado alguna, mi abuelo les
iba a dar con la cachava y Manolo la tiró con tanta gracia que se
quedó enganchada en el cable que daba luz a la casa. ¡Los
juramentos del abuelo aún se pueden escuchar allí! Casi como cuando
les tiró el macho a mi abuelo y a mi abuela al suelo, y los primos
fueron todos corriendo a ayudar a Menta y dejaron de lado a Teófilo.
“¡Desgraciaos, que yo también me he caído del macho y no me
hacéis ni caso!”.
En fin, travesuras.
Comienzo con la Emilia niña, que aunque tuvo mucho que trabajar y poco que enredar, también hizo alguna, como estas dos que me contó:
Me mandó llevar mi madre las vacas a la Corte y al pasar vi que había unos adobes frescos, recién hechos en las eras. Estaban tan frescos que no lo pude evitar, los fui pisando uno tras otros, todos, poniéndoles el pie encima. Los adobes eran de un vecino con el que me cruce una vez terminada mi travesura, cuando ya me iba. Luego se le reveló que había sido yo y cuando me vio me soltó un “si te pillo allí te doy una ensalada de hostias” y me fui derechita a casa.
En otra ocasión me fui a la tierra que tenía otro vecino en la Rosina. Había plantadas berzas y echaban un bertón le llamábamos, un berzón, que es cuando se suben y están muy buenas. Comí una o dos y me pilló haciéndolo y me chilló. Le cogí tanto miedo que cuando le veía me escondía entre la gente. Una vez estaba corriendo donde la casa de Norberto y al verle, me metí allí porque vi que había gente y pensé que así no me diría nada.
Mi padre también hizo las suyas, como cuando por jugar al fútbol rompió los zapatos nuevos que tenía y se ganó la gran bronca de mi abuelo o aquella otra, que ya publiqué, en la que el alcalde obligó a mi abuelo a apuntarse a la Falange y este puso el nombre de mi padre. Le dieron una foto de Franco y él y su hermana mayor, mi tía Dorinda, no tuvieron otra ocurrencia, ¡en aquellos tiempos!, que ir clavándole alfileres por toda la cara a la vez que decían “mira, aquí, que le hace más daño”. Vudú ayoíno en toda regla.
También me contó mi padre otra anécdota en la que el escaldado fue él: De niños íbamos a atropar rebaños (azuzar a los corderos y ovejas jóvenes para que no se quedasen rezagados). Yo fui cuando tenía poco más o menos la edad de Oier (ocho años) y me decían los pastores, los mayores: chavalín, rapaz, si no comes la merienda no se pone el sol. Y yo le di la merienda a los perros pensando que así llegaba antes la puesta del sol y nos íbamos a casa. Los perros comieron pero no se ponía el sol. Y ya se echaron a reír y me decían “ja ja... ya cayó un quinto, ya cayó un quinto”.
Los tres primos. |
En fin, travesuras.
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