15 de noviembre de 2021

La triste historia de Orejitas


Esta es Orejitas. Es el nombre que le di yo a esta gatita que casi todo el mundo conocerá en el pueblo porque se pasaba las horas pidiendo algo para comer a la puerta del bar.  Con su oreja a medias, víctima de alguna pelea o de alguna enfermedad. Orejitas te miraba con ojos desvalidos, se acercaba, comía lo que le diésemos, ya fuera un trozo del pincho del vermú, si tenía suerte, o unos gusanitos. Mendigaba entre las piernas, rebuscaba en el contenedor de la basura, maullaba a la puerta de aquellos vecinos que le daban algo. 

Conocí a Orejitas en el 2019, cuando le llevaba restos cuando iba al bar. En el 2020, el verano de la pandemia, poco subí pero siempre procuraba acercarle unas salchichas o alguna cosita para comer, igual que este verano. 

Un día, estábamos de charleta tomando una cerveza en la puerta del bar, había muchísima gente, muchas mesas, apenas sitio para pasar los coches y Orejitas, como siempre, mendigando algo. Tan atolondrada que no vio venir un coche, que le pasó la rueda por encima y la mató allí mismo.

La triste historia de Orejitas terminó en el lugar de sus peticiones, entre las piernas de los clientes del bar.

Orejitas era una de las decenas y decenas de gatos callejeros que hay en Ayoó. Gatos que se ven desvalidos, delgados, enfermos... 




Muchos vecinos han muerto y se han quedado sin la comida que les daban en esas casas. Hay una superpoblación gatuna en el pueblo. Creo que antes se hacía un control postnatal con las camadas. Todos sabemos que los gatitos nacían y en cuanto se les encontraba, se les mataba. Cruel, pero era la forma de control que había. Salvo que se quisiera dejar un cachorro para la casa, no tenían mucho futuro. Pero ahora no parece que nadie haga esa desagradable tarea y las pandillas de gatos  asoman por todas las calles,


En el verano del 20 le llevaba comida a una colonia que había en la zona del campanario, donde alguien les había construido hasta una casita y les llevaba también algo para ellos. 


Allí había un precioso gato blanco de ojos azules, al que le podía más el hambre que el miedo y terminaba acercándose a comer como loco los trocitos de carne que le llevaba.


Este año, además de a Orejitas, les llevaba cositas a la pandilla de los leoncitos, un montón de cachorros marrones, hijo de una gata muy jovencita más algunos otros que se juntaban a ellos. 





Un buen grupo que un día, sin más, desapareció. Puedo imaginar lo que pasó, pero me dio mucha pena. Una cosa es matarlos de pequeñines, apenas nacidos, y otras hacer desaparecer a gatos ya criaditos. No sé qué pasó con ellos, eran muchos y no volvió a aparecer ninguno.


En las ciudades hay grupos de voluntarios que dan de comer a los animales, les hacen el programa Ces, de Captura, esterilización y suelta, para evitar que sigan naciendo camadas sin cesar. En el pueblo nadie hace eso, claro, y las camadas se van sumando unas a otras.



También hay menos comida que antes, menos gente, menos cultivos, menos ratones, menos todo... Los gatos que yo recuerdo de niña estaban bien alimentados, eran rápidos, huidizos. Ahora no hago más que ver cuadrillas de gatos enfermos, delgados y mendigantes. Me dan mucha pena y no sé qué se puede hacer por ellos, la verdad.

Y por cierto, en el verano del 20, no solo había gatos callejeros, también había una perrita preciosa, marrón, de pelo corto, huidiza y muerta de hambre, que merodeaba por el pueblo. 


Se la veía lista y yo pensé que si alguien le daba cariño sería una compañera estupenda. Me contaron que era una perra con dueño, alguien de San Pedro al que avisaron y que vino a buscarla. Me alegré muchísimo de que esta perrita, al menos ella, haya encontrado a su familia y a quien la cuide.

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