
Murió en Córdoba, en Fuenteovejuna. El padre de Trini, Pascual Lobato, le contó a mi madre que mi padre murió en una trinchera y que le llevó a cuestas hasta el cementerio del pueblo para que le enterrasen allí y que no quedase el cuerpo de cualquier manera”.

La vida no fue fácil para aquella niña. “Mi madre tenía una paga como viuda de guerra y yo tenía otra, de unas 300 pesetas, que me dieron hasta que me casé. También le daban una pequeña paga por la Iglesia, pero la abuela Irene siempre acababa riñendo con el cura, Don Ezequiel y se la terminó quitando. Pero no puedo ni quiero hablar mal del cura, porque durante la guerra protegió a mucha gente del pueblo, él siempre mantuvo ante los militares que en Ayoó no había ningún comunista y eso salvó muchas vidas”.
“Con once años me hicieron un Consejo de Familia. En el consejo estaban Tío Rogelio, hermano de mi padre, Tío Celedonio, padre de Benigno, Ezequiel y Arcadio, entre otros. Como huérfana que era, el estado me pagaba los estudios y ellos adelantaron el dinero que fue necesario para que pudiera estudiar”.

“Me mandaron al Colegio de Huérfanos María Auxiliadora de Sevilla. Tenía once años y no hacía más que llorar. La noche me la pasaba llorando y la monja se levantaba a ver cómo estaba. Lo pasaba tan mal que al principio ni estudiaba ni nada, aunque luego si cogí con ganas los libros y aprobé todo”.
“Había otra monja que me llevaba a hacer las compras con ella, a por carbón, todo para que estuviera más entretenida y dejase de llorar. Lo malo era que me montaba en el tranvía y me mareaba, así que a mi no me gustaban las salidas. Había un tío de Pilar la de Alberto, hermano de su madre, Antonio, que vivía allí en Sevilla e iba a verme los jueves y hasta me llevaba algún día a comer a su casa”.
“Llevábamos un uniforme que era una falda azul marino y una blusa blanca. Dormíamos en una sala grande y una monja dormía con nosotras, separada su cama de las nuestras por un biombo. Las niñas acogidas íbamos mucho de paseo por la ciudad, recuerdo las calles estrechas, con piedras, como cantos. Tambien fuimos a visitar la Torre del Oro, el Parque de María Luisa, la Giralda. Hacíamos también teatro y yo tuve un pequeño papel en una de las obras” .
“Estuve unos meses, desde el invierno hasta el verano, con las vacaciones, cuando volví al pueblo y ya no quise regresar. Cuando llegó el verano vine con otra compañera hasta Salamanca y allí me fueron a esperar. Yo dije que no quería volver al colegio y mi madre lo aceptó. Escribieron las monjas diciendo que era una lástima y que era una buena estudiante. A saber qué podía haber llegado a hacer si hubiera vuelto y hubiera estudiado...”

“Doña Elidina se marchó cuando murió su madre. Vinieron otras maestras: Doña Tránsito, que se pasaba el tiempo yendo a Zamora y otra, Doña Patro. Doña Patrocinia fue la profesora que tuve tras volver al pueblo después de estar en Sevilla.. Siempre nos alababa, a Ana, que era amiga mía y a mi y les decía a todas “ay, si fuerais todas como Emilia y Ana, que estudían mucho y no dan guerra”. En el pueblo había una mujer que era muy dejada y se llamaba Patrocinio, siempre iba sucia, con harapos, hecha un desastre y nosotras, a la maestra, para fastidiarla la llamabamos así, Patrocinio, con o, y ella respondía “que no, que no, que yo me llamo Patrocinia, con a”, y se enfadaba mucho. También recuerdo que nos decía a la hora del recreo, “jugad por ahí, que voy a casa a ver si ríe el puchero. La verdad que no era fácil, estábamos unas 50 niñas, desde parvulitos hasta los 14 años”.
“Mi madre se casó poco antes que de yo fuera al colegio, cuando tenía diez años. Desde que volví al pueblo estuve trabajando. Yo no hacía más que trabajar, todo el día haciendo. La única diversión que tenía era la fiesta de San Bartolo o cuando había comedias en el pueblo. A veces, los mozos iban andando hasta otros pueblos para comer allí, a Congosta, a San Pedro, pero yo solo recuerdo haber podido ir una vez”.
“Nunca tuve una buena relación con mi padrastro, había problemas con él. Yo creo que el no quería que me fuera de casa porque había tierras que eran mías y así las perdía, donde fuera yo, iban las fincas.
Tuve dos hermanastros, Martina y Santiago que eran aún pequeños cuando me casé, con 25 años”.

“Cuando decidimos casarnos tuvimos problemas, porque al ir a hacer las proclamaciones mi madre trató de impedirlo diciendo que ella no había dado el permiso, pero el cura le dijo que yo era mayor de edad. Después hubo un problema de fechas: queríamos casarse un 6 de diciembre, pero justo era el Adviento y antes era costumbre en el pueblo no casar en ese período, así que como queríamos hacerlo, nos fuimos a Astorga. Allí me casé con un traje negro, como era habitual en la época. Del pueblo acudieron los abuelos Teófilo y Menta, mi primo Pascual, Antonio el de Sole que estaba en la ciudad, tía Paulina y su entonces marido, Marino, tío Ismael y tía Dorinda y nadie más”.
“Después nos fuimos a vivir a casa de los abuelos. Enseguida me quedé embarazada y la gente no paró de murmurar hasta que nació tu hermano, a los diez meses de la boda”.

“Estuvimos en casa de los abuelos como un año. Después, mientras papá se marchaba a trabajar a Palma de Mallorca, nosotros vivimos enfrente, en una casita pequeña y cuando vino estuvimos otra vez donde los abuelos”.
“Después pensó venir aquí, al País Vasco, porque había más gente de Ayoó... había demasiada gente en el pueblo, no había ni quiñones para todos, no daba la tierra... ”
“Primero vino papá y luego nosotros. Vinimos en un coche mixto, mitad viajeros, mitad carga, con los colchones, ropa y todo lo que pudimos. Vivimos con Angélica, prima de papá, con derecho a cocina, es decir, una habitación para cada familia y la cocina compartida. Como eran de la familia no lo pasé tan mal como otros y además, me enseñaron donde comprar y otras cosas”.
“Recuerdo que aquí (en el País Vasco) llovía mucho, siempre estaba el sirimiri y la ropa no se secaba, teníamos que ponerla dentro, en la cocina, por las habitaciones... siempre estaba todo lleno de ropa”.
“Cuando decidimos comprar el piso tuvimos que pedir un préstamo, pero no al banco para no endeudarnos, sino a uno de Congosta que nos lo dejaba al 7%. Por la noche lo pensamos y cuando hicimos algo se lo pedimos a él y se lo pagamos bien pronto. Nos privábamos de mucho”.

“Nos costó el piso 130.000 pesetas de la época, en 1965”.
Y después, a buscarse la vida: “Empecé a coser para Kiko, el de Congosta, haciendo delantales y batas. Iba y venía con la ropa andando, desde Santurtzi a Sestao, con los fardos de lo cosido, ya que en el bus me mareaba”.
“No aprendí a coser en ningún sitio... me hubiera gustado, pero no me mandaron, así que fui haciéndolo yo, como me salía. En el pueblo me hacía la ropa a mi forma y decía Valeriana la hermana de mi padrastro,“para no saber coser qué bien le queda”. Y cosiendo siguió toda la vida, ganando dinero “cosiendo abrigos, donde Juani (un pequeño taller artesanal de abrigos que surtía a tiendas de todo el País Vasco)”, haciéndome la ropa a mi, a mis muñecas, a mis sobrinas, a mi niño, para ella misma, tejiendo jerseys y chaquetas, tricotando tapetes, bordando manteles... algunas de estas cosas pueden verse aquí, Las labores de Emilia.


Ahora, mi madre vive a caballo entre el pueblo, donde pasa la mayor parte del tiempo y el País Vasco, donde hizo su vida y donde estamos sus hijos y sus nietos. Sigue con el gusanillo del teatro, con sus labores, su huerta, sus paseos diarios, es vicepresidenta de la Asociación de Jubilados del pueblo y se apunta a todo lo que implique pasarlo bien, ya sea una comida o una excursión o un curso de la memoria o la gimnasia. Y es que mi amatxu es luchadora e incansable, a pesar de que la vida no se lo puso fácil. Hoy es el cumpleaños de mi madre, 73 años. ¡¡Felicidades mami!!





